Sin título
Renise Charles
En los recuerdos más antiguos que tengo de mi padre siempre veo el pequeño café del pasaje Helluin y nuestra mesa iluminada por los rayos del sol que atraviesan el techo acristalado. Los pasos que llegan de lejos, se detienen, desaparecen, siguiendo las idas y venidas de los transeúntes, resuenan en mis oídos cada vez que invoco la imagen paterna. En mi memoria aparece una mujer con un vestido de flores cuyo ruedo acaricia unas piernas doradas. ¿Será la imagen de esas piernas embellecidas por los zapatos de tacón lo que me hace rendir culto a cada mujer que se encarama muy por encima de mí?
—¿Me cuentas una historia, papá?
Es mi voz, la que tenía a los diez años.
—¿La historia de quién? —pregunta mi padre barriendo el pasaje con su mirada gris.
—De esa mujer, la de ahí, la del vestido de flores.
La señalo con el dedo. Mi padre me baja tiernamente la mano, murmurando:
—No se te escapa nada…
—Y tú eres muy bueno contando historias… ¿Me la cuentas, papá?
Como sus pasos la habían traído hasta nosotros, pude comprobar lo joven que era, pero fue mi padre el que notó su tristeza.
Estoy sentado a la mesa del café «El hombre tranquilo», en el pasaje Helluin. Tengo sesenta años y puedo oír mi voz y la de mi padre como si fuera ayer, como si estuviéramos hablando detrás de mí, sentados a nuestra mesa favorita, él bebiendo una copa de anís, yo un chocolate caliente y tan espeso que la cuchara desaparece antes de que me la pueda llevar a la boca. Tengo sesenta años. Soy más viejo que mi padre el día que falleció. De repente, me doy cuenta, bajo la cristalera, absorto en la contemplación de una falda de flores sobre dos piernas finas y largas, me doy cuenta de que el día de aquella conversación mi padre ya debía de estar enfermo. La dolencia que se lo llevó dos años después debía de estar agazapada, dispuesta a asaltar la fortaleza de historias, de palabras, de vida que era mi padre, en cuanto el enemigo mostrara alguna debilidad.
Y su voz de guerrero de la palabra, quien pronto conocería la derrota, me absorbe de nuevo.
—No sé… Eh…
Y la próxima historia empezaba a asomar por la boca de mi padre.
—Hace tiempo perdió a un ser querido…
—¿Y qué pasó?
No era capaz de esperar.
—Eso la destruyó.
—Y por eso se pone un vestido de flores, para parecer alegre.
Yo a veces participaba en la creación, pero mi padre era el mejor.
—Sí, lo del vestido es verdad —dice mi padre—. Hace mucho que ha perdido la alegría, pero…
Espero con la boca abierta, los ojos atentos a los labios de mi padre.
—Pero ayer, en este pasaje, vio a alguien que le recordaba a su fantasma del pasado. Por eso pasa por aquí una y otra vez, para verlo de nuevo. Es un lugar estupendo para que renazca el Amor…
—¡No!
—¿No qué…?
—Esta historia no me gusta —digo, haciendo un puchero.
—Entonces la dejaremos pasar... Cuando vuelva buscaremos otra.
—¿Y cómo sabes que volverá?
—Silencio…
En ese momento preciso tuve la impresión de que pasaba un ángel. Llevaba zapatos de tacón alto, pero hacía muy poco ruido. La joven recorrió hasta el final los azulejos antiguos del pasaje Helluin, con la cabeza vuelta hacia las vitrinas de las tiendas antiguas. Parecía que estaba buscando a alguien. Papá tenía razón. No había tenido tiempo ni de terminar el chocolate cuando volvió a pasar en la otra dirección, con los mismos movimientos delicados, como si estuviera observando su reflejo.
—¿Qué quieres que sea? ¿Qué ves en ella?
—Está triste, sí, pero es porque ha visto a alguien que se le parece…
—Ah, vale. Entonces no tiene familia. Ayer se dio de bruces con una mujer idéntica a ella.
—¡Sí, un doble!
La magia me había atrapado de nuevo. Mi padre habló durante mucho tiempo. Le inventó con mi permiso una vida agradablemente trastornada por un próximo encuentro. Sonia, sí, finalmente se llamó Sonia, nacida de padre y madre desconocidos, casi veinticinco años antes, había encontrado a una hermana, por casualidad, en el pasaje más antiguo de nuestra ciudad. Entonces supo que se parecía a su madre…
Realmente no recuerdo todo lo que dijimos aquel día. Ahora todas las historias se mezclan en mi cabeza. Solo me importaba la sensación de aquellos momentos. No sabía que amaba tanto a mi padre, mi padre contador de historias, mi padre poeta, mi padre malabarista de las palabras… Cierro los ojos y lo vuelvo a ver, allí, bajo el sol del ocaso. Hace tiempo que hemos terminado nuestras bebidas. Ahora tenemos que volver a casa. Se acabó la magia. Papá nunca inventaba historias en casa: a mamá le parecía un entretenimiento improductivo y vano.
Seguí los consejos de mi padre que siempre me decía: «Mira el mundo, hijo, y si no ves nada… Mira mejor, o inventa». Soy fotógrafo, tengo un ojo preciso y abierto al mundo, pero a mis fotografías sin título siempre les falta un texto, una palabra.